La sencilla actividad rural de Erroibar ponía en común ciertos aspectos en las vidas de sus habitantes. Así, tan frecuentes eran en el valle las familias con numerosa prole, como el hecho de que al crecer, muchos valderranos emigrasen en busca de un mejor futuro laboral. California, Nevada, Idaho y Wyoming en Estados Unidos, acogían con interés a muchos paisanos de la comarca por sus aptitudes como agricultores, pastores y ganaderos.
Al correr de los años, Juanita tuvo tiempo para hacerse a la idea. Patxi, jamás volvería a Erro. Aquella Navidad de mil ochocientos noventa y siete recién terminada, iba a ser la última.
Una apagada sensación se había hospedado en el hogar familiar durante las fiestas. Al calor del esperado encuentro, el trato del -recién ascendido maestro armero- con sus hermanos, se veía falto de lustre. A ella, como mujer, no se le escapaba ningún detalle: silencios, risas, cruces de miradas al pasarse el pan en la mesa…
Quizás, una consecuencia inevitable de tantos años de separación. Pero, advertía algo en el semblante de José que no le gustaba. Rechazaba la idea de celos por parte del primogénito; pese a ello, no parecía alegrarse con los éxitos de aquel joven ingenioso y atento. Incluso Lucio, apenas con seis años, trataba a su hermano con el mismo protocolo que al cartero.
Faltaba familiaridad y cordialidad en el trato. Con todos, menos con Julia.
Al menos, al padre le alegró los días. Retirado del servicio hacía seis años, había firmado un armisticio -por motu proprio-, con ese particular sino esquivado más que las balas: el huerto familiar.
Aquel año su máxima preocupación era la filoxera. Llevaba meses causando estragos y expandiéndose por Navarra desde Echauri, cerca de Pamplona, tras pasar por Oporto, Málaga y Gerona.
La visita de Patxi le permitió olvidar por unos días las preocupaciones agrícolas.
Con él en casa, revivió momentos de su carrera militar mientras escuchaba divertido, las anécdotas sobre armamento que desgranaba el joven maestro armero.
–Pues sí, padre. Ahora fabricamos bicicletas. Creo que en mi empresa se están adelantando a lo que, antes o después va a suceder. Según mis jefes, en un futuro no muy lejano, Vascongadas dejará de ser la fábrica de armas que es ahora.
–Pero, ¿por qué, Patxi? ¿Acaso los armeros vasco-navarros no son los mejores de España?
–Eso nadie lo duda. Pero hay miedo. Miedo a la guerra. Usted ha vivido las guerras carlistas y sabe de lo que hablo –miró a su madre –¿cuántas juras de bandera tuvo que hacer padre?
–Demasiadas, hijo –repuso ella en un suspiro, mientras asentía resignada con los ojos en blanco.
–Parece ayer, sin embargo, han pasado dos años desde la muerte de Alfonso XII. Y la regente, doña María Cristina, no es lo mismo.
El padre saltó como un resorte.
–Hijo, en esta casa no se habla de política.
–Lo sé, padre. No hablo de política sino de grandeza y de paz. Creo que ninguno podemos olvidar a Alfonso XII, ni sus intentos por pacificar este país, taaaan complicado. ¿Cómo ignorar cuando visitó -por su cuenta y riesgo-, a los enfermos de Valencia en la epidemia de cólera de mil ochocientos ochenta y cinco? Son gestos que definen personas, como siempre nos enseñaron en casa…
Un silencio recorrió los corazones de todos. El chisporroteo de la chimenea, entretenida en devorar fragantes piñas entremezcladas con tarugos de madera, emergió vanidoso.
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