Si existe un término que, por desgracia, define a un sinfín de campañas publicitarias y acciones de comunicación que tratan de hacerse un hueco a diario en nuestra mente es …irrelevante.

 

Naturalmente me refiero a esos discursos donde captamos de antemano lo que nos van a vender, con solo ver la primera imagen. Sabes de lo que hablo, ¿verdad? También a aquellos, debilitados en su lenguaje por una apresurada elección de frases hechas o espacios tópicos compartidos, como si ese lenguaje fuera cool, o a los que ahora están tan de moda, esos que buscan «impactarnos» mediante el recurrente y zafio uso de muletillas que poco o nada interesan a sus receptores.
Supongo que piensas que me refiero al 80% de los contenidos que vemos por televisión o encontramos por internet y, posiblemente, te quedes corto….

 

Para empezar, ensancharé el debate: observa que no he terminado mi frase anterior utilizando la execrable fórmula «te quedes corto o corta». ¿Por qué? Porque no hace falta, y además puede perjudicarnos comunicacionalmente.
Algunas de las razones esgrimidas para el uso de dicha expresión que más ruido hacen son de tipo político, algo que se desacredita per se.

En pleno sXXI una persona con capacidad media de razonamiento debería ser capaz de inferir que un político es una persona que no se orienta al bien común como sería deseable, a las pruebas me remito, sino a sus propios intereses o a los de su partido, razón necesaria y más que suficiente para ponerlos a la cola de nuestra atención.

Descabalgada esa recomendación de uso, nos queda otra, no menos espoleada por los medios: los argumentos de carácter social, del tipo, «debemos orientarnos hacia razonamientos no discriminatorios en función del sexo, para que nuestros contenidos no sean excluyentes, así, debemos decir, los padres y las madres, los diputados y las diputadas…».
Pero…, ¿estamos locos?

 

Si diésemos por válida o, peor aún, por sensata esa línea argumental, estaríamos abocados a entrar en un bucle infinito de «corrección política”,  hasta la náusea más nauseabunda, ésa que dirigiría el absurdo razonamiento a plantear… ¿hasta dónde debemos llegar para no ser excluyentes?

Así las cosas, tendríamos que comenzar una salutación «no excluyente” con: «estimados diputados y diputadas; altas y bajas, delgadas o con sobrepeso, jóvenes y maduras, con estudios superiores o sin ellos, de raza blanca, negra, asiática, amerindia o perteneciente a alguna etnia en riesgo de exclusión, con hijos o sin hijos, casadas o solteras…»–¿sigo?

Ese supuesto lenguaje «no excluyente» es una extravagancia mayúscula, toda vez que conculca el principio de economía lingüística que ha regido durante siglos el uso y afinación de un idioma.
Si pervertimos la naturaleza de la lengua y nos dejamos aborregar por los mantras repetidos por una propaganda irresponsable, nos volveremos más idiotas sin remedio, lo cual no entra en los cálculos de un servidor…

 

Aclarado este importante detalle, retomo el hilo de qué convierte una información en algo relevante, no sin antes recalcar que el empleo de fórmulas políticamente correctas «no excluyentes”, conducen sin remisión a la irrelevancia.

Vivimos en un mundo plagado de impactos comunicacionales. Todos los días, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, somos bombardeados por informaciones provenientes de nuestro teléfono móvil, la radio del coche, la publicidad de los autobuses, vallas y marquesinas, la televisión, el sobrecito de azúcar del café que tomamos en el bar, el casillero de nuestra vivienda, el ordenador, y cómo no, las recomendaciones de amigos y familiares instándonos a probar un nuevo producto o servicio …

Hay que señalar que nuestro cerebro hace un trabajo encomiable de filtro, de criba inteligente, para mantenermos alejados de lo que es irrelevante y acercarnos a las cosas que merecen la pena o son de interés en nuestra vida. Sin embargo, la publicidad, en ocasiones, trata de cortocircuitar este esquema mediante el empleo de técnicas persuasivas de comunicación…, aunque de eso hablaré en otra entrada.

 

Por otro lado, que la publicidad actual no asiste a su mejor momento, es un hecho. La crisis estructural que vive desde hace años socava sus cimientos y está en la base de su modelo evolutivo. Un relevo generacional ha propiciado el acceso de jóvenes, en ocasiones, sobrecualificados, pero con escasa memoria y menor interés por conocer lo que se ha hecho antes, tal vez a causa del mismo saber que atesoran, el cual parece inmunizarles al aprendizaje, mediante una soberbia que exime de cultivar el conocimiento a quien todo lo sabe…

Eso hace que, los que tenemos un bagaje en este negocio, asistamos con estupor a la reedición cuando no el plagio de viejos conceptos, refritos, clichés faltos de originalidad o campañas ya usadas para marcas, productos y servicios, que, por arte de birlibirloque vuelven a aparecer ante nuestros ojos, como si de algo nuevo se tratase…

 

Uno de los grandes problemas de la comunicación publicitaria moderna es la falta de novedad. Los modelos conductuales tipo AIDA o ACCA, nos enseñan a llamar la atención desde un primer momento para conseguir una comunicación de éxito. Si no hay novedad en nuestra propuesta, no llamaremos la atención.

El cerebro humano se ha modelado a través de siglos de aprendizaje, durante los cuales el binomio amigo-enemigo ha condicionado su entrenamiento. Cuando somos expuestos a una nueva experiencia, nuestro cerebro, en fracciones de segundo sopesará si representa una amenaza o podemos relajarnos y estar tranquilos, para determinar a continuación, si disponemos de referentes adecuados que permitan clasificar esta experiencia en un lugar concreto de nuestra mente, o si por el contrario, debe crear una categoría nueva.

En este proceso reside la clave, cuando deseamos que nuestro contenido sea percibido como relevante. Tenemos que conseguir que pase los primeros filtros del cerebro, -“es amigo”-“no representa una amenaza”-“es interesante que lo incorporemos a nuestra vida”-, pero, al mismo tiempo, debemos generar el suficiente nivel de novedad como para que la mente tenga que hacer el esfuerzo de crear una categoría nueva, habitualmente anexa a otras de contenidos análogos.

De esta forma conseguimos: 1) impactar, 2) dotar de notoriedad a nuestro contenido en la mente del receptor, 3) mejorar la recordación del mismo. Este último fenómeno es consecuencia directa del impacto.

Solemos hacer un esfuerzo de memoria extra para recordar aquello que nos ha llamado la atención y así compartirlo de forma inmediata con nuestro círculo íntimo. Algo semejante a una consecuencia del instinto de supervivencia.

Hacer que nuestro contenido sea relevante requiere esfuerzo, a diferencia de copiar que es el atajo de moda, ése que antes o después nos encierra en un callejón sin salida.

Para generar contenidos de calidad hay que trabajar duro. Hay que evitar caer en lo fácil, lo monótono, lo previsible. Hay que alejarse de modas o estilos inspirados en tal o cual blog, o bloguero de turno por el mero hecho de tener seguidores. Que un bloguero tenga seguidores es consecuencia de un trabajo continuado y no solo de un estilo de comunicación concreto. No es fácil replicar su éxito dedicándonos a copiarle, como no es fácil replicar el éxito de una compañía copiando sus productos.

 

Algunas preguntas clave para orientar un contenido relevante son, ¿a quién nos dirigimos?, ¿qué le interesa de verdad a nuestro público objetivo?, ¿cómo debemos plantear nuestro contenido para suscitar su interés?

 

Para terminar, no debemos olvidar que todo contenido se compone de dos partes fundamentales: el QUÉ y el CÓMO. Si trabajamos duro en los dos, nos alejaremos de nuestra competencia y al mismo tiempo comenzaremos a delinear el estilo de nuestra propia comunicación.

 

Sabremos que estamos en el buen camino, cuando nuestros contenidos llamen la atención al primero que los lea y les haga pasar a la acción, compartirlos, ponerlos en práctica…

Artículo publicado el 10-01-2019 en

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